La proposición de modificación del actual escudo de Euskadi que defendimos hace un mes en el Parlamento Vasco no fue, como dijeron los grupos nacionalistas y el partido en el gobierno una iniciativa anacrónica, obsesiva o extravagante. Teniendo en cuenta que la iniciativa trataba de adecuar el escudo a la actual realidad institucional, lo extravagante fue el voto contrario de los socialistas. Aunque en Euskadi, ciertamente, todo lo normal se vea como extraño, y aunque Euskal Telebista fomentara sin disimulo el desprecio y la burla por esta argumentada y razonable iniciativa. Lo ridículo, hablemos claro, es que el socialismo vasco dé por bueno un escudo que incumple el espíritu de una sentencia del Tribunal Constitucional y que asuma dócilmente las pretensiones antidemocráticas del nacionalismo.
Ya lo dije, pero insisto: respetamos el proyecto político de cada cual y sus aspiraciones territoriales, pero el escudo de los vascos tiene que adecuarse a la realidad institucional, corrigiendo las pretensiones antidemocráticas que sean necesarias, que no sólo menosprecian la voluntad de los navarros, sino también la de los vascos. Pretender normalizar el escudo vasco no es, por tanto, un signo de política identitaria, sino todo lo contrario. Política identitaria es dejarlo como está, asumiendo el imaginario nacionalista. Mantener el estatu quo vigente basado en las ensoñaciones nacionalistas es ceder a sus políticas identitarias y aplicar políticas identitarias y, de paso, demostrar que los constitucionalistas vascos estamos abducidos, sin solución de continuidad, por un nacionalismo vasco durante tantos años obligatorio y calado hasta los tuétanos.
A los buenistas que nos digan que estas cuestiones carecen de importancia (mientras enarbolan sus banderas en los balcones de sus sedes), debemos recordar que el símbolo político acumula toda la carga histórica de una Comunidad, todo un conjunto de significaciones que ejercen una función integradora y promueven una respuesta socioemocional, contribuyendo a la formación y al mantenimiento de la conciencia comunitaria; de aquí la protección dispensada a los símbolos políticos por los ordenamientos jurídicos. Entendemos, por tanto, que si el escudo de la Comunidad Autónoma recoge los escudos de cada una de las provincias que la componen, no tiene ningún sentido que exista un cuarto cuartel vacío que además representa una trampa para acatar la sentencia del Tribunal Constitucional.
Es obvio que existen problemas más urgentes que preocupan diariamente al ciudadano de a pie, como la crisis económica, la vivienda o la educación de los hijos, pero ésta tampoco es una cuestión baladí. Los sucesos acontecidos durante los últimos días lo confirman. Mientras los nacionalistas no ceden, los restantes ciudadanos asumimos sin reparo todos sus desmanes, incluido su lenguaje. Al propio lehendakari, que prometió voluntariamente su cargo rodeado de símbolos, tuvimos que escuchar que él tampoco “es muy de símbolos” cuando se pitó con descaro el himno nacional en la final de copa en Bilbao… como si no fuera el representante del Estado en Euskadi. Qué cosa esta de los complejos.
En efecto, los símbolos del Estado democrático no son sustancia sentimental para nosotros. Pero cuando los enemigos de la convivencia democrática se toman muy en serio esos símbolos para denostarlos, es preciso que los demás nos los tomemos en serio para serenamente defenderlos. Mantener sin rechistar el lenguaje políticamente correcto basado en las ensoñaciones nacionalistas es ceder a sus políticas identitarias. En fin, si los políticos que nos gobiernan ya han asumido el lenguaje nacionalista, el imaginario nacionalista y la simbología nacionalista… trabajemos para que al menos no asuman el proyecto político nacionalista.